lunes, 28 de mayo de 2007

LA REINA KITSCH


En el FONDO NEGRO del diario La Prensa del domingo 27 de mayo.



La última película de Sofía Coppola, la niña mimada y alternativa de Hollywood, reconstruye en clave glamorosa y desprejuiciada la vida de “María Antonieta”, la reina decapitada por la Revolución Francesa. Música retro rock, zapatos de Manolo Blahnik y fiestas alocadas en el Palacio de Versalles.
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Por: Nicolás García Recoaro

Prometida del Rey Luis XVI, la pequeña e ingenua María Antonieta, archiduquesa de Austria, es arrojada a la edad de 14 años a la opulencia y la fastuosidad de la corte francesa de Versalles, para ser transformada en la futura reina de Francia. El tercer film de Sofía Coppola, también miembro de una de las familias reales hollywoodenses (hija del monarca Francis Ford Coppola) retrata el diario íntimo de la reina adolescente que terminó sus días en el cadalso revolucionario de 1789. Sin embargo, la mirada femenina e melancólica de Coppola se posa, sin prejuicios ni clichés históricos, en la intimidad de una muchachita que debe encontrar la forma de encajar en el mundo traicionero y complejo de Versalles.
Joven, bella, inteligente, heredera de Habsburgo y con un árbol genealógico impresionante, la joven reina despertó los celos del pequeño mundo de la nobleza. La historia oficial habla de los gastos desbocados de su corte y de la famosa frase que dirigió al hambriento pueblo francés antes del estallido revolucionario de 1789 (“Si no tienen pan para comer, pues que coman pasteles”).
Luego de los elogios recibidos por “Las vírgenes suicidas” y “Perdidos en Tokio”, el film de Sofia Coppola construye otra reina: sensitiva, melancólica y apasionada. Y ahí nacen nuevas polémicas y ataques de la crítica francesa. La María Antonieta (interpretada magistralmente por Kirsten Dunst) del film es un simple peón en un matrimonio concertado para solidificar la armonía entre dos naciones. Su esposo adolescente, Luis (Jason Schwartzman), es el delfín, el heredero al trono de Francia. Pero María Antonieta no está preparada para ser el tipo de regente que espera el pueblo francés. Bajo todo su lujo, ella es una joven protegida, asustada y confundida, rodeada de pérfidos detractores, falsos aduladores, titiriteros y chismosos. Su matrimonio no se consuma durante siete años. El tímido futuro rey resulta ser un desastre como amante, desatando graves preocupaciones (e incesantes cotilleos) por que María Antonieta nunca llegue a tener un heredero. Abrumada y angustiada, la reina busca refugio en la decadencia de la aristocracia francesa y en una aventura secreta con un seductor conde sueco, Fersen (Jamie Dornan). Sus indiscreciones pronto están en boca de toda Francia.
El lujo y el despilfarro de la corte real se materializa en fastuosas fiestas ambientadas (oh sorpresa) por lo mejorcito del retro rock ochentoso: The Strokes, The Cure e Interpol son la banda de sonido de las tertulias y banquetes reales. El majestuoso Palacio de Versalles es la escenografía mágica donde María Antonieta deambula por sus jardines y lagos.
Los suntuosos vestuarios, el gusto kitsch de la reina por los zapatos Manolo Blahnik y las masitas Laduree terminan de recrear un film con una apariencia fantástica cuya notoria ausencia de significado implícito político o punto de vista generó una perversa discusión en Francia. “Es como una historia de sentimientos”, dijo Dunst en una entrevista reciente al New York Times. Sentimientos que navegan sin el cinismo con que se había construido el imaginario sobre la reina.
El film se cierra con la última cena de María Antonieta y Luis XVI. Los gritos y las llamas de la revolución rodean el palacio de Versalles. La desolación y el sentimiento de vacío es total. La suerte de la monarquía francesa estaba echada y solo quedaba esperar el destino fatal. Días antes de su muerte, después de que su marido fuera ejecutado, sus hijos arrancados de su lado, y completamente sola en su prisión, María Antonieta se golpeó la cabeza contra una viga del techo haciéndose una herida que no paraba de sangrar. La todavía reina, no se quejó. Ante la pregunta de uno de los guardias: “¿Le duele?”, María Antonieta contestó: “Ya no hay nada que pueda dolerme”.

sábado, 26 de mayo de 2007

El ALTO Y LA PAZ SE LEEN



Editorial Yerba Mala Cartonera trae la literatura de la Ciudad de El Alto.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Presentación 27.182.414


Presentación de Naira de la Zerda del libro 27.182.414 (Editorial Yerba Mala Cartonea, 2007).

Sólo un número

Sólo un número. Números por aquí, números por allá, para todo y para todos. El mío cuatro millones setecientos cuarenta y un mil, seiscientos cuarenta y cuatro. Boliviana. Mujer. Mestiza. Con manchas.
Con una reflexión sobre el número y lo que ahora simboliza, empieza el libro llamado “27. 182.414”, escrito por Nicolás García Recoaro, que consta de 2 cuentos, dos historias. Los demás datos los añadí yo, sin ningún afán, sólo para mostrar cómo me siento interpelada por el libro.
Interpelada porque yo también soy un número, por que yo también soy gorda, porque yo también soy rebelde, por que yo también he querido salir de todo para llegar a alguien.
La imagen salva el miedo que se huele cuando una persona intentamos mirar al otro, en este caso esta búsqueda se da sin juicios de valor, ni acercamiento, ni alejamiento, justa mirada, que al querer expresar lo que ve comete errores. Lo que hay recalcar son las ganas, y las agallas para lanzarse, para decir bien fuerte: “soy escritor” y para pararse bien fuerte detrás de nuestra obra. Este hecho, y en todo caso el movimiento marca huella, deja mancha, inserta el ejemplo de que la única forma de mejorar es lanzándose para aprender, y que en todo caso el aprendizaje nunca se termina.

martes, 22 de mayo de 2007

Lectura en el Etno Café

Adiós a Los Odex (cuento)


Cuento incluido en 27.182.414 (Editorial Yerba Mala Cartonera, Bolivia 2007)
Adiós a Los Odex



El recital empezaba a las doce. Eso era lo que decía el panfleto que estaba pegado en Corriente y Callao. Creo que lo tengo guardado en la agenda. Mirá, acá está: “Miércoles 19/DIC. Los Odex. 24.00 horas en Manchuria: Iriarte 1300. Barracas. Se viene el fin del mundo”.
La cosa no es muy sencilla de recordar, sobretodo por la cantidad de cosas que me había metido en el cuerpo esa noche. Vos sabes, “Vive rápido, muere joven” era la consigna tácita que todos respetábamos con fe ciega; pero las cosas cambian, la vida a veces te da una trompada y quedas mirando desde el otro lado. Ahora los ves. La mayoría son yuppies, casados por religión -aunque sean por esos rituales en que se juran amor eterno en una playa y después se tatúan el anillo de compromiso-, esas giladas posmo que no entraban en nuestra cabeza hace cinco años. Si mi abuelo siempre me decía: “A estos boludos que se hacen los rebeldes, mañana los ves con la horca al cuello, laburando con el culo entre las manos cuando el patrón les diga que va a tener que reducir el personal, o pagando colegio religioso para sus críos y con los diez días de vacaciones en Villa Gesell”. Sabes que el viejo no estaba equivocado. Hoy está guardado en el nicho, en el cementerio de Ciudadela. Cada tanto paso a agradecerle algunos consejos.
Tomemos algo Espita, ando con los nervios hechos mierda. Sabes que las pastas no me hacen nada, prefiero bajar con alcohol. Además, hace menos de dos horas que saliste del colegio y debes andar alienado todavía. Un gin tonic y te sigo contando lo del recital.
La cosa que me voy para Barracas en un taxi. El tachero iba con la 10 al taco y en el informativo hablaban del riesgo país y del quilombo de los supermercados. Yo en la luna de Valencia, como siempre, ni ligaba. Estaba en otra, para otra cosa esa noche. Como iba a entender lo que nos estaba pasando si apenas podía entender lo que me pasaba en mi vida. Embadurnada en maquillaje blanco, unos borcegos hasta la rodilla y el pelo rojo furioso, la reencarnación de Iggy Pop en versión femenina. Creo que tenía la remera de New York Dolls, esa que me trajo mi vieja de Gringolandia en la época del Turco. Era lo único que me quedaba de mi vieja. Si hacia dos años justo que me había ido de casa. Lo del embarazo, ¿te acordás? Nunca más un llamado, ni siquiera saber como andaba su hija, o si necesitaba algo. Pero si son mierda. Me tendría que haber dado cuenta de la cuna en la que me crié. Yo no soy ninguna santa, pero de ahí a sacarte de patitas en el orto por estar de bombo. Si son mierda…
Gracias, hermoso. Viene cargado el gin tonic. Dale un sorbito, el segundo entra más fácil. Esa noche yo hubiese preferido quedarme en casa, pero salí a comprar unos libros. Si sabes que lo único que hacía era leer, estaba encerrada desde hacía tres semanas en la piecita dejando que se terminara el 2001, era una autista. Me gastaba la indemnización del laburo en cuentagotas: puro libro y arroz. La cosa que encuentro el papel pegado en una esquina de Corrientes. Faltaba media hora y tocaban Los Odex. Creo que te llamé. Seguro que andabas con Ramiro de juerga. Yo estaba sola y con ganas de fiesta.
Bueno, la cosa que llego a la puerta del boliche y estaba lleno de pendejos anarquistas de giro postal. No creo que tuviesen más de veinte. Todos embadurnados en maquillaje blanco, cadavéricos, con esas camperas de jean con sus parches punks. Algunos ni siquiera sabían quien había sido Johnny Rotten, pero estaban ahí. Eso era ser punk en los noventa. Vestirse raro: pelos parados, remeras de banditas modernas y actitud, actitud prefabricada. Si hasta te podías comprar los uniformes de rebeldía para la generación Y -creo que así era como la llamaban los de los departamentos de marketing- en cualquier local de la Avenida Santa Fe. La rebelión se vendía en los shoppings…bah…..eso era lo que creían. Aparentábamos estar del otro lado del sistema, pero la cosa era que el propio sistema nos había ingerido, y después de sacarnos hasta lo último que nos quedaba, nos había escupido en pelotas.
Esa noche estábamos en un tugurio de Barracas para ver a Los Odex, cerca de donde funcionaban los antiguos prostíbulos en Osvaldo Cruz. Eso si que era punk, pero en la década del veinte. Sabes que una vez leí por ahí que lo de punk viene de las prostitutas de los puertos ingleses, les decían punks porque cuando las tocabas te quemabas, sacaban chispas. Seguro que hubo más de una punk en los saunas de Barracas, mas de una debe haber marchado en la Semana Trágica del ´19.
La cosa que volvían Los Odex, la banda de culto, los que había enseñado clases de bardo y autodestrucción. Si era cuestión de no creer. El país se hundía para los primeros años del milenio y Los Odex volvían del exilio para ponerle banda de sonido a la tragedia.
De todos los pendejos que trataban de entrar, con dos pesos en la mano, ninguno trabajaba, o al menos, era lo que se creía. ¿Trabajar por 20 pesos? Si eso apenas te alcanzaba para un par de tragos y algo para fumar, de merca y pastillas ni hablar. Uno podía dar vueltas por el barrio que quisiera, una noche al zar, durante cualquier estación del año, y allí estaban los pendejos. Los que ni estudiaban ni trabajaban. Los que, sin saberlo, hacían carne argentina de eso que en los setenta se hacia llamar “no future”. Lo respiraban desde que salían de las camas después de las once. Cuando se colaban en los trenes para ir a dar vueltas sin rumbo por el centro, habiendo tirado el clasificado en algún tacho de la estación para evitarse el bajón de hacer la cola para que les digan en la cara “ya tomamos a otro”; lo hacían cuerpo cada vez que las changas que conseguían les duraban dos o tres semana y después la nada. Esa nada que iba a explotar. Esos pibes habían sido educados con consumos maiamescos, algunos, no quiero generalizar. Pero te aseguro que los padres de esos pendejos le habían puesto la boleta al Turco en el ´95, y ahora no les daba ni para el consumo simbólico, solo el mirar en la tele o en la revista de rock la modita o banda que se viene, pero de ahí a verla u olerla, ni a palos.
Ni que pensar de hacer algo en la política, de ese tumor se habían encargado los tipos del Proceso, los radichetas y el menemato. ¿Acaso quedaba otra cosa más que divertirse en ese diciembre del 2001?
A veces me pregunto como no la vieron venir los de arriba, o mejor, lo cínico que fueron estos hijos de remilputa al dejar que la bomba les explotara frente a sus chalecitos, a los chalecitos de la patria financiera. Y no les voy a echar toda la culpa a ellos, algo de morbo y de sometidos tenemos. Nos gusta, a mi me gusta, depende para que.
La cosa que ese diciembre era feliz. Como no iba a ser feliz una mujer con los bolsillos repletos de bichos de todos los colores. Siempre tuve esa teoría de que el Chupete y el Cabezón habían liberado lo de la venta de falopa en los últimos meses de gobierno. Era más fácil tenernos anestesiados con todas las barrabasadas que se mandaban, una atrás de otra. Un chileno me dijo que hicieron lo mismo en los últimos meses de Allende, parece que los milicos soltaron partidas enteras de ácido, cuentan que los pibes volaban en el submarino amarillo hasta el Estadio Nacional, y los pacos se aprovecharon de la movida.
Bueno, otro traguito más. Dale que es temprano y Ramiro debe andar jugando al paddle con los amigos. Ese pibe no aprende más, puro laburo y se cree que con dos partiditos por semana se limpia el cuerpo.
¿Sabes de qué me acuerdo del boliche ese? Del olor, ese olor que viene de la tapa de las alcantarillas cuando todo es calor en Buenos Aires, todo fétido y muerto; como cuando te das una vuelta por Rivadavia, a la altura de Plaza Miserere. Ese olor de diciembre porteño, como a perro muerto, como de un basural gigante. Bueno, ese era el olor de Manchuria. Rancio, no se si se habían tapado los baños o si la humedad de los cuerpos blancos, como muertos, expedía ese olor. Porque creo que en realidad, todos los que fuimos a ver a Los Odex esa noche estábamos medio muertos. Como los pichis de Fogwill, en un pozo lleno de mierda, esperando que todo explotara de una vez por todas.
Desde unos parlantes sonaba Dirt, de Alice in Chains. Como pegan para atrás las letras de de Stanley. “Down in a hole, feeling so small. Down in a hole, losing my soul”. ¿Te acordás que el chavón se picaba en los dedos de la mano? Dicen que lo encontraron en estado de descomposición en su departamento y que su gato sobrevivió dos semanas encerrado en el bulo. Un bajón.
La cosa que me pido una cerveza para matar el rato. En el escenario un tipo calvo y pinta de roñoso se puso frente al micrófono y empezó a putear al gobierno y la policía. “Si los nuestros se mueven de noche, podemos encender las terrazas de las casa públicas, los hospitales, las escuelas, los museos. Basta de identidad muerta, compadres se viene el fin”. Una bazofia. Me fui al baño y en la cola me convidaron una tuca que pasaba de atrás para adelante. La pasé, obvio. Sabes que odio la saliva empapando el papel. Me senté en el inodoro, y mientras meaba, me tomé dos perlitas que tenía en la billetera. Parecía Circe con tantos brebajes en los bolsillos.
La cosa es que salgo y me pongo a pensar al lado del escenario. No sé, miraba a los pibes, el techo, un gato que daba vueltas a la chancha de la batería. De repente me vino el susto, primer síntoma de que me estaba pegando la cosa. Después miraba el fondo de la tarima con los instrumentos y las telas que estaban de telón me asustaron. Un holograma de Los Odex con la cara del Soldado Chamamé bañado en sangre me saludaba. La cosa que en la barra del boliche tenían una tele. Entre los gritos y la música mucho no escuchaba, pero Mónica y Cesar decían algo de protesta, de cacerolas, de tiros. Que iba a saber yo. Apagaron las luces y se venían Los Odex.
Cuando Curtis salió con el cuerpo embadurnado en rouge rojo, tatuado con unas líneas de Pizarnik y Borges sobre las tetillas, los chicos saltaban como endemoniados.
Aguantame que llamo al mozo. Otra cosita por favor, traenos algo para picar y dos más de éstos. El mío más cargado. Sigamos. Las gotitas de sudor le caían por el pecho a Curtis. Algunos se colgaban de sus brazos para subir al escenario, para luego zambullirse como desde un trampolín sobre la masa de cuerpos. Cuando arrancaron con “Mares del altiplano”, Curtis apareció en el escenario con esas ballenas inflables, lo llevaban en andas de una punta a otra del bolichito. Lo tocaban, lo besaban, era el Dios resucitado. Si no hacía dos meses del paro que había tenido por sobredosis. “¿Qué muerte? ¿La mía, la tuya? Fijate si tenés pulso, hace rato que me rajé de éste mundo”, gritaba como si fuese el Ave Fénix.
El recital era un potlach: Curtis destruía la batería, revoleaba los equipos, el público destruía el decorado y amasijaban al bajista cuando se negaba a tirar el instrumento por el aire. Curtis cantaba con la cabeza pegada al parlante, sacudía el micrófono y se golpeaba la cabeza contra un reflector que daba destellos en el centro del escenario; los pibes corrían de una punta a otra del bolichito revoleando patadas y trompadas. En una de esas, tomé coraje y me dejé llevar por la masa. Salté sobre Curtis y me colgué de su cuello. Lo chupaba, le mordía el cuello, necesitaba saber que era de carne y hueso. Unos patovas trataban de contener a los que nos arrastrábamos por el escenario, pero era imposible. El escenario era nuestro.
Ahora me hace pensar en lo que vino después. En lo que nos pasó a todos los que estuvimos en el adiós a Los Odex. Los tipos venían tocando al palo, cosa de siete temas en menos de quince minutos. Curtis era una manada entera, pero fue hasta que le pasó. No tuvo explicación, Espita. Cuando empezaron a tocar “Casa Tomada” bajamos como quince cambios. Curtis manoteó el micrófono, y lejos de la demagogia dijo que no entendía como gastábamos tanta energía en un puto recital. Que afuera estaban las calles ardiendo, pidiendo revuelta y nosotros haciendo la del adolescente incomprendido. “Saben que, esto se pudrió, la mano estaba jodida pero viene peor. Yo no voy a seguir colaborando con esto. Se pueden ir todos a la mierda”, cerro el discurso Curtis. Tiró el micrófono y corrió para la puerta.
Me acuerdo, Espita, me acuerdo bien. En ese momento miraba para los costados y veía como los pendejos empezaban a putear y a correr para la calle como en estampida. Miré para la barra y vi que la tele mostraba imágenes de la marcha en el Congreso, de los ratis reprimiendo, de los muertos que caían por las balas de la policía. Pero yo había quedado como neutra, porque siempre había pensado que lo de neutra y anulada era una posición válida, pero me equivoqué.
Cuando salí, la calle era una fiesta, una orgía de la protesta. Después iban a venir más muertos y otro helicóptero huyendo de la Casa Rosada. La última vez que lo vi a Curtis estábamos perdidos entre la masa que copaba la plaza del Congreso, cerca del amanecer del veinte. Tenía el cuerpo color rojo, parecía herido pero era el rouge que se derretía en su tórax. Me acerqué a donde estaba y no le dije nada, le miré el pecho y en ese mamarracho de rouge y transpiración sacado de una poesía de Pizarnik pude leer una frase que tenía tatuada arriba del ombligo. Ahora que te lo cuento como que me hace pensar en como el significado de las palabras nunca está muerto, sino que muta, cambia y hace aparecer algo nuevo, algo a lo que no se entendía por esa carcaza vacía que es el lenguaje. Leí las palabras y quedaron grabadas para siempre en mi cerebro.
una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos

No supe nada más de Curtis y de Los Odex desde aquel 19 y 20 de diciembre. Si supe que las calles explotaron y que la rebelión fue cuerpo de una buena vez. Quizás una utopía transitoria, unos segundos de iluminación para aquellos que habíamos ido a Manchuria a ver a Los Odex esa noche. Un despertar del letargo, por ahí para pocos, por ahí se entenderá recién dentro de 50 años lo que hicimos aquella noche. Yo ya ni me acuerdo.
Perdoname mi amor, era eso, tenía que sacarlo de una vez, viste como somos las mujeres cuando nos viene la vejez. A la salud de Curtis y de Los Odex, Espita. Pedite otro gin, yo invito.